lunes, 26 de marzo de 2018

Ser lo que no eres

En una fiesta, Elisabeth, una joven perteneciente a la alta burguesía, conoció a un apuesto joven. Abraham, que así se llamaba, capturó su atención, no tanto por su belleza, como por su nobleza, su forma respetuosa de tratar a los demás, su cercanía, y también por la calidad humana que desprendía su mirada.

A pesar de su aparente seguridad y educación, el muchacho era un humilde invitado de una persona de gran relevancia.

Abraham sintió la atracción de la muchacha en la calidez de su mirada; sin embargo, no creía que fuera suficiente para ella, ni se sentía merecedor de poder aspirar al amor de esa mujer tan especial. ¿Quién era él para lograr ese honor?, se preguntaba.

Desde ese momento, Abraham vivió obsesionado con convertirse en una persona importante y reconocida. Pasó varios años trabajando duro, hasta que logró triunfar y acumular una fortuna, con la cual compró una mansión y muchos y valiosos objetos. Además de los grandes logros materiales, la gente lo admiraba, ya que lo veían como a una persona de éxito. Hasta entonces no creía que fuese suficiente, ni que pudiese hacer feliz a nadie; tampoco se consideraba digno del amor, pero ahora, por fin se sentía importante, pues había obtenido muchos logros para mostrar al mundo y, ante todo, a su amada Elisabeth.

Finalmente llegó su soñado y esperado día, el momento por el que tanto había trabajado, el momento en que su sueño se convertiría en realidad, el día en que de nuevo se encontraría con su amor soñado.

A pesar de los años transcurridos, cuando estuvieron frente a frente, las expectativas y la atracción habían mantenido viva la llama del amor. Sus ojos brillaron al coincidir sus miradas.

Abraham comenzó a explicarle a Elisabeth todo lo que había hecho durante esos años; le contó emocionado y orgulloso sus grandes logros. Con gran detalle magnificó sus posesiones y pertenecías, mientras su pecho se hinchaba pregonando sus hazañas. Pero acostumbrada por su posición a esa clase de grandeza, la luz de los ojos de la muchacha comenzó a apagarse.

La atracción que sentía por ella, el brillo inicial en sus ojos causado por las vibraciones y la energía de las cualidades internas de aquel atento muchacho de cariñosa mirada, el magnetismo que sentía por el humilde pero noble joven que logró conectar con los sentimientos y la admiración más profunda de la muchacha, habían desaparecido...

Ella había quedado prendada de los valores que en su momento percibió en él. Pero la humildad y la nobleza de Abraham se convirtieron en prepotencia, la cercanía en distancia, y aquella mirada de amor se transformó en una de ambición. Todo lo que ella amaba de él había desaparecido, y todo porque él pensó que tenía que demostrar al mundo su valía, y lo logró ante sí mismo, pero en el camino perdió lo más valioso: se perdió a sí mismo.

La grandeza no está reñida con la riqueza, aunque si perdemos de vista los valores, perdemos lo más importante y también el sentido de nuestra vida.

Un lugar llamado destino, Javier Iriondo

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