martes, 27 de febrero de 2018

Dos lobos

El pequeño Nube Roja se agachó para entrar en la tienda de su abuela. Ésta se encontraba junto al fuego, limpiando tubérculos para la cena. El humo salía por un hueco que había en lo alto y así el interior permanecía siempre cálido y limpio.

Al joven sioux se le veía azorado. La abuela preguntó dulcemente:

- ¿Qué sucede, Nube? Te veo mal.

- ¡Otra vez mi hermano! Se ha ido con los demás a pescar y me ha dejado solo. ¡Qué rabia me da! ¿Por qué la gente es tan mala, abuela?

- Muy fácil, hijo mío. Dentro de nosotros habitan dos lobos: uno es cariñoso y feliz; el otro, envidioso y ruin. Los dos luchan en nuestro interior.

- ¿Y cuál acabará ganando? - preguntó el niño con los ojos bien abiertos.

- No hay duda: el que alimentemos mejor - concluyó la mujer.

Ser feliz en Alaska, Rafael Santandreu

domingo, 25 de febrero de 2018

Las cicatrices de los clavos

Esta es la historia de un muchachito que tenía muy mal carácter. Su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo que cada vez que perdiera la paciencia, debería clavar uno detrás de la puerta.

Resultado de imagen de puerta con clavos
El primer día, el muchacho clavó 37 clavos. Durante los días que siguieron, a medida que aprendía a controlar sus emociones, clavaba cada vez menos clavos. Descubrió que era más fácil dominarse que clavar clavos detrás de la puerta.

Llegó el día en que pudo controlar su carácter durante todo el día. Su padre le sugirió que retirara un clavo por cada día que lograra dominarse.

Los días pasaron, y pudo anunciar a su padre que no quedaban clavos por retirar. El hombre lo tomó de la mano, lo llevó hasta la puerta y le dijo: "Has trabajado duro, hijo mío, pero mira esos hoyos en la madera: nunca más será la misma. Cada vez que pierdes la paciencia, dejas cicatrices como las que aquí ves. Puedes insultar a alguien y retirar lo dicho, pero la cicatriz perdurará para siempre".

domingo, 18 de febrero de 2018

La fuerza de la fe

Cuando amaneció el día señalado, los cristianos marcharon en procesión hacia la arena del circo romano. Pero como si desfilaran hacia el cielo y no hacia las fieras, sus rostros estaban iluminados por la alegría.

La gente se apiñaba en las calles para verlos pasar, pero, sorprendentemente, sin el jolgorio típico de los espectáculos callejeros. Esta vez, ningún niño lanzó verduras podridas ni se oyó ningún insulto. Los romanos se sentían intrigados, incluso temerosos, de aquellos excéntricos que adoraban a un hombre ajusticiado en una cruz.

Aquella mañana, en el recorrido que conducía al circo, sólo se oía el cobarde murmullo del pueblo hablando por lo bajo.

Por fin, la comitiva llegó al imponente Coliseo. Dentro les esperaban unos funcionarios que les cubrieron de pieles de conejo sangrantes para excitar a los perros que les devorarían más tarde.

De esa guisa salió el grupo a la arena. Los gritos estallaron entre la masa hambrienta del espectáculo de la muerte. Fieros canes aguardaban babeando en tres extremos equidistantes del ruedo. Entre el bullicio, un grupo numeroso de espectadores empezó a corear: "¡Muerte a los paganos! ¡Muerte a los paganos!". Era un cántico parecido al de los modernos estadios de fútbol. La palabra "pagano" se refería obviamente a los cristianos, que despreciaban la vasta colección de dioses romanos.

Los condenados, entre los que también había niños con los pies encadenados, se dirigieron al centro del coso, como les habían ordenado. En sus posiciones, los perros tiraban de las correas, ansiosos por alimentarse.

Pero mientras los creyentes se dirigían a una muerte segura, se empezó a oír un sonido inaudito: era una melodía de voces que sonaba maravillosamente. Muchos romanos callaron para distinguirla. Se empezó a hacer silencio y... entonces, de repente, se hizo totalmente audible: eran los propios cristianos que entonaban un cántico. ¡El gentío no daba crédito a lo que estaba presenciando! Aquella gente extraña estaba serena. Es más, sus miradas resplandecían. Algunos se abrazaban como despidiéndose, pero sin lloros ni lamentos.

El responsable de los juegos, Julio Pontio, un hombre obeso y calvo, se hallaba cobijado tras una barrera de madera. Nervioso, miró hacia el emperador y distinguió una expresión de fastidio. Enseguida hizo un gesto a los entrenadores de los perro y gritó: 

- ¡Soltadlos ya! ¿A qué esperáis, imbéciles?

Y a esa voz, los canes salvajes saltaron en dirección a los cristianos. En cuanto alcanzaron a sus presas, el loco rugido del pueblo encendió de nuevo el circo. Nerón y Julio Pontio respiraron aliviados. Pero el germen de la curiosidad y la admiración estaba ya plantado en la mente del pueblo. No se dejaría de hablar de los cristianos en toda la semana.

Ser feliz en Alaska, Rafael Santandreu

miércoles, 14 de febrero de 2018

El propósito

Óscar  fue una persona muy ambiciosa toda su vida. Siempre estuvo obsesionado por triunfar. Difícilmente disfrutaba del momento presente, porque siempre estaba en otro lugar, en el futuro, pensando cómo crear nuevos negocios y ganar más dinero.

Lo cierto es que Óscar nunca se planteó por qué quería conseguir más y más cosas. No sabía si era para demostrarse algo a sí mismo, o para demostrar al resto del mundo su valía. Pero lo cierto es que su vida era una constante carrera sin línea de llegada. Cada vez que se encontraba próximo a la meta, cerca del objetivo que se había trazado, siempre había algo más que añadir a esa interminable lista de objetivos.

Los años fueron pasando. Óscar logró grandes éxitos en su vida. Pero por alguna razón siempre sentía que le faltaba algo, aquella misteriosa sensación de vacío nunca desaparecía. Pese a los muchos triunfos y todo el reconocimiento que obtuvo, en su interior siempre había una especia de vacío permanente que lo perseguía sin tregua.

Sin saber por qué, la tensión se fue acumulando en su vida. Cada vez se sentía más frustrado, algo que las personas de su entorno no entendían, porque tenía todo lo que la mayoría de la gente desea en la vida, por eso suponían que debería ser feliz.

Entonces pensó que para sentirse mejor y más completo tenía que ganar más, tener más éxito y más reconocimiento, convencido de que de esa manera llenaría ese vacío que sentía en el interior.

Comenzó a trabajar de forma obsesiva en un nuevo proyecto, apenas tenía tiempo para su familia y sus amigos, no disfrutaba de nada, pero creó una nueva empresa que le reportó más beneficios y mayor reconocimiento. Pero esa sensación de vacío no desapareció, sino que lo oprimía cada vez con más fuerza. Seguía faltándole algo, ese misterioso y esquivo algo que seguía sin descifrar qué era. Por lo que pensó que tenía que continuar aumentando su imperio.

Llegó a un punto en el que hasta pudo comprarse su propio avión privado. Las cosas que lograba le suponían un gran placer, pero al mismo tiempo eran como un perfume, que encandila con su fragancia pero desaparece pronto.

Su desmedida ambición fue creciendo. Llegó a tenerlo todo. Todo menos a sí mismo. Había una pieza del puzzle de su vida que seguía sin encajar.

Un buen día, su viejo amigo Daniel, al que no veía desde hacía tiempo, pero al que tenía gran afecto, apareció en su oficina. Óscar sentía una gran admiración por Daniel, ya que éste nunca tuvo la ambición ni el supuesto éxito que él había tenido, pero Daniel siempre ayudaba a muchas personas. Era la clase de persona con la que todo el mundo quiere estar, alguien entrañable que añadía valor a la vida de los demás.

Daniel le contó a Óscar lo que había estado haciendo en los últimos años, colaborando con muchas organizaciones, ayudando a niños y mayores en distintos lugares.

Y en esos momentos, el propósito de Daniel era llevar un cargamento de sillas de ruedas a un hospital infantil en el Congo, en África, lleno de niños mutilados por la barbarie de la guerra. Para ello necesita el avión de Óscar, y eso fue lo que le pidió.

En cuanto Daniel le contó la historia a Óscar, éste no dudó un momento en ofrecerle su avión para llevar el cargamento de sillas de ruedas. Pero el asunto no terminó ahí; Daniel le pidió que lo acompañase en el viaje a África. Óscar se sorprendió por la petición y la insistencia de Daniel en que lo acompañase.

Óscar dudó. Permaneció pensativo sin saber qué responder. Había algo que no era capaz de comprender en aquella petición, en esa historia, y eso lo atrajo. Algo le decía que tenía que ir. Y la planificación para aquel viaje conjunto se puso en marcha.

Llegó el día. Óscar era una persona muy segura de sí misma, pero tenía los nervios a flor de piel. Esto era algo por completo nuevo para él, mientras que Daniel sonreía de satisfacción por lo que estaban a punto de hacer. Tras el largo viaje, por fin llegaron a destino. En el aeródromo los esperaba un camión para cargar con las ochenta sillas de ruedas para los niños y otro material de ayuda para el hospital.

Durante el trayecto por carreteras y pistas, el paisaje fue desolador, las consecuencias de los destrozos de la devastadora y cruel guerra eran visibles en todas partes. El dolor sufrido por tantas personas, la pobreza y la falta de esperanza se respiraban en el ambiente. Y eso era algo a lo Óscar jamás se había expuesto.

"Una cosa es ver noticias sobre una guerra, ante la que muchos parecen haberse inmunizado - pensó Óscar -, algo con lo que uno ya apenas se inmuta, porque los medios ofrecen muchas escenas de la cruel violencia y de las injusticias de la guerra, como un anuncio más, casi como un reality show. Y otra verlo con tus propios ojos, sentirlo..." (...)

Tras tres interminables horas de camión sufriendo un intenso y pegajoso calor, por fin llegaron al hospital, en donde comenzaron a descargar las sillas de ruedas.

Cuando descargaron, Daniel y Óscar se dispusieron a entregar las sillas a los niños necesitados. Al abrir la puerta que daba acceso a la zona en la que se encontraban, la durísima imagen de aquellos niños mutilados por una atroz, inútil y sangrienta guerra paralizó totalmente a Óscar.

Daniel había intentado prepararle para aquel impactante choque emocional, pero ninguna palabra era capaz de explicar, y mucho menos dar sentido, a la cruel imagen de tantos niños inocentes a los que la cruel guerra había hecho pedazos sus cuerpos y sus vidas.

Cuando los niños, que ya conocían a Daniel, lo vieron entrando con Óscar y con el cargamento de sillas de ruedas, los ojos de los niños se iluminaron. El griterío se hizo ensordecedor, el entusiasmo se apoderó de ellos. No daban crédito a lo que estaban viendo.

Óscar tampoco podía creer lo que estaba viendo, no era capaz de comprender plenamente aquella ilusión, las sonrisas, el desbordante entusiasmo por tener una silla de ruedas para poder desplazarse. Para muchos era sentirse libres, pero, sobre todo, en realidad lo trascendental era que no todo el mundo se había olvidado de ellos, y en ese momento recuperaron la sensación de que importaban a alguien.

Ambos comenzaron a entregarles las sillas de ruedas, uno a uno, y las caras de los niños irradiaban una mágica y contagiosa luz difícil de explicar. Óscar comenzó a sentir algo nuevo que jamás había experimentado. Su vida pasada quedó atrás; ahora estaba en el presente, como nunca había estado antes. En esos momentos no había cabida para preocupaciones sobre el futuro, ni esa sensación de vacío, sólo emociones desconocidas.

Óscar entregó una silla de ruedas a Vana, una huérfana de nueve años. Vana perdió ambas piernas mientras jugaba cerca de su pueblo, cuando pisó una mina antipersonas. Las lágrimas brotaban ahora de los inmensos ojos de la preciosa pequeña, pero no eran lágrimas de dolor, sino de agradecimiento porque alguien desconocido la estaba ayudando y preocupándose por ella.

Óscar fue incapaz de contener las lágrimas. Jamás, ni en sueños, había imaginado verse ante una situación así. Su corazón latía acelerado, y tragó saliva. No podía dejar de mirar aquellos inmensos ojos brillantes mirándolo de esa manera. Algo desconocido comenzó a ocurrir en su interior.

En ese momento, la pequeña agarró del brazo a Óscar y mirándolo a los ojos con toda su dulzura, le dijo algo con voz tímida, que él no llegó a comprender. Llamó con urgencia a Daniel para que tradujese lo que le decía, mientras Vana seguía sujetando con sus pequeñas manos el brazo de Óscar.

- ¿Qué dice? - preguntó Óscar.

- Dice que nunca olvidará tu cara - le tradujo Daniel -. Que te estará eternamente agradecida por tu regalo, por tu generoso gesto, y que siempre te llevará en el corazón.

Óscar hizo un esfuerzo por controlarse, pero fue incapaz de contenerse. Las lágrimas comenzaron a correr por su cara. Con el corazón encogido, pero con una extraña paz, Óscar siguió repartiendo las sillas, y viendo nuevas escenas como la que acababa de experimentar.

En medio de la algarabía general, Óscar pasó de nuevo delante de Vana y ella lo llamó porque quería decirle algo. Vana se desplazó emocionada en su silla de ruedas. Óscar se agachó frente a ella para estar a su altura y llamó a Daniel para que le tradujese. La pequeña volvió a agarrarlo del brazo, lo miró con su frágil dulzura y se dirigió a él con un inocente y sincero amor.

- ¿Qué me está diciendo? - preguntó Óscar casi sin voz, y otra vez Daniel ofició de traductor.

- Dice que te quedes un momento con ella, que quiere recordar el rostro de la persona que la ha ayudado. Que quiere acordarse de ti, porque así, un día, en el futuro, cuando os volváis a ver en el Cielo, volverá a darte las gracias por lo que has hecho por ella.

Óscar se inclinó hacia Vana, y sintió como si un potente rayo de luz atravesase su cuerpo y le iluminase el alma. Arrodillado ante ella, abrazó con todas sus fuerzas el pequeño cuerpo de la niña. Mientras la abrazaba, con la cabeza recostada sobre el pecho de la pequeña Vana, Óscar se sumergió en un mar de sollozos, incapaz de contenerse; ella le acarició la cabeza, intentando consolarle, sin comprender por qué Óscar lloraba de esa manera.

Después de varios minutos, Óscar por fin se alzó y miró a Vana envuelto en un mar de lágrimas, sin poder dejar de decir una y otra vez nada más que "Gracias, gracias y más gracias".

Toda su existencia había estado buscando la manera de sacarse aquella sensación de vacío, cómo librarse de la sensación de que siempre le faltaba algo, intentando rellenar ese vacío con más cosas,  más reconocimiento y más poder. Y en ese mágico momento, Óscar encontró, sintió y comprendió aquello que había estado buscando inútilmente toda su vida.

Tomó la pequeña mano de Vana, la puso contra su mejilla, la besó y le siguió dando las gracias, porque Vana le acababa de dar el regalo más valioso de su vida, la respuesta a todo lo que estaba buscando.

Óscar comprendió que la vida no va sobre lo que consigues, sino sobre lo que das. Comprendió que no sabemos qué es vivir hasta que no hacemos algo por otros que no pueden hacer nada por nosotros, aunque en realidad esa persona nos lo dé todo, porque es la que llena nuestro interior. Y que la mayor inspiración es la que proviene de lo que podemos hacer por los demás. Comprendió también que una vida sin contribuir al bienestar de los demás es una vida incompleta. Es cuando te desvías de tu camino para ayudar a otros, cuando marcas la diferencia en la vida de alguien, es entonces cuando eres importante para el universo, cuando sabes que porque tú has vivido, alguien ha podido vivir mejor.

Es entonces cuando la vida adquiere un nuevo significado. Tendrás una vida más plena cuando te conviertas en una influencia positiva en la vida de otra persona, cuando plantes semillas de esperanza. (...)

Cuando sales de ti, cuando dejas de pensar en tus propias necesidades, entonces la oscuridad se transforma en luz, y el constante ruido interior se convierte en serenidad. Es el mágico momento del sosiego interior. Es el momento en que comprendes y aceptas que no tienes que demostrar nada al mundo. Es entonces, y sólo entonces, cuando eres capaz de escuchar el silencio, tocar el arco iris y ver los colores del viento.

Encontrar tu propósito en la vida es el mayor tesoro que puedes hallar, y no está enterrado en una isla desierta; está escondido dentro de ti.

Un lugar llamado destino, Javier Iriondo

jueves, 8 de febrero de 2018

Asamblea en la carpintería

Cuentan que en la carpintería hubo una vez una extraña asamblea. Fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias. El martillo ejercitó la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa?: ¡Hacía demasiado ruido! Y, además, se pasaba todo el tiempo golpeando. El martillo aceptó su culpa, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo; dijo que había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo. Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija. Hizo ver que era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás. Y la lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado el metro que siempre se la pasaba midiendo a los demás según su medida, como si fuera el único perfecto.

En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo. Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Finalmente, la tosca madera inicial se convirtió en un lindo juego de ajedrez. Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación. Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo:

- Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos. Así que no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos.

La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija era especial para afinar y limar asperezas y observaron que el metro era preciso y exacto. Se sintieron entonces un equipo capaz de producir  y hacer cosas de calidad. Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos. Ocurre lo mismo con los seres humanos. Observen y lo comprobarán. Es fácil encontrar defectos, cualquier tonto puede hacerlo, pero encontrar cualidades, eso es para los espíritus superiores que son capaces de inspirar todos los éxitos humanos.

miércoles, 7 de febrero de 2018

El perdón

El perdón es el ingrediente fundamental para curar, para apaciguar la mente y el corazón. Todos merecemos el perdón, pero eres tú mismo el que tiene que perdonarse para dejar de sufrir; porque si no, sólo te causas más dolor, y ese dolor puede convertirse en rencor, en constante frustración o en odio, que es aún peor.

La falta de perdón nos impide avanzar libres, ya que seguimos regresando constantemente al doloroso pasado, permaneciendo anclados en ese indeseado lugar, con ese pesado y doloroso equipaje sobre los hombros. La falta de perdón tan sólo genera un sufrimiento inútil, es un veneno que acaba por consumirnos, como un lento fuego que arrasa nuestro interior.

El perdón es aceptación, es compasión y bondad. Ni la culpa ni el rencor nos darán la razón, sólo nos llenarán de dolor y nos alejarán de la calma y la serenidad que nuestro corazón y nuestra mente necesitan. Cuando perdonamos depuramos el corazón y encontramos la paz en nuestro interior. Perdonar y perdonarse es aceptarse y quererse a pesar de las equivocaciones. El perdón cicatriza las heridas del pasado, porque perdonar es dejar atrás el dolor y convertir los errores en valiosas experiencias que nos permitirán avanzar serenos y en paz hacia un futuro mejor.

Un lugar llamado destino, Javier Iriondo