Un amigo mío, mayor, de unos cincuenta, vio a esa edad por primera vez, era ciego y le operaron con éxito. Pues bien, sólo era capaz de aplicar a los objetos los conocimientos adquiridos por el tacto, la profundidad le despistaba, creía que podía salir por la ventana y pisar el suelo de la calle. Jamás aprendió a leer con los ojos y continuó haciéndolo con el Braille. Pero lo terrible fue la abrumadora depresión que se apoderó de él en cuanto pudo ver, los colores le producían gran placer, pero era hipersensible a la suciedad o a cosas tales como paredes desconchadas, tanto que voluntariamente retrocedió a su oscuro mundo interior, sin imágenes, olvidándose de encender la luz por la noche, encerrándose en cuartos oscuros por el día. Tres años después de la operación, murió.
Raúl Guerra, Antología de cuentos