Cuentan de Miguel Ángel que encontró un día un pedazo de mármol de Carrara en el patio de obras de la catedral de Florencia. El joven escultor tenía veintiséis años, y no le asustaban los retos. Aquel pedazo de roca comida por la maleza tenía fama de maldito. Incluso el escultor Agostino di Duccio le había hecho un agujero enorme, dejándolo casi inutilizado. Cinco metros de mármol que nadie quería.
Miguel Ángel lo miró durante meses, paseaba a su alrededor, se sentaba en él, incluso apoyaba la oreja en su costado. Los estudiantes y religiosos pasaban a su lado y le miraban, como si estuviera loco.
Un día, Miguel Ángel cogió un cincel y se puso a trabajar. No tenía un molde de yeso, ni bocetos. Simplemente, comenzó a golpear. Al cabo de una semana, pidió que levantaran un enorme muro alrededor del bloque. Lo que iba a hacer requería privacidad.
Cuatro años tardó.
Un día, Miguel Ángel anunció que en unas horas dejaría caer los muros. Toda Florencia se reunió en el patio y sus alrededores, intrigados y seguros de que el joven había fracasado. Los obreros empujaron los ladrillos, éstos se vinieron abajo. Y el mundo contempló, por primera vez, el David. La obra cumbre del Renacimiento y, quizás, de toda la historia de la Humanidad.
Mudo de asombro y admiración, el obispo de Florencia se acercó a Miguel Ángel y le preguntó cómo había logrado hacer algo tan perfecto. Miguel Ángel se encogió de hombros y dijo:
- David estaba en el bloque de mármol, yo sólo quité lo que sobraba.
Leído en Rey blanco de Juan Gómez Jurado
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